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Es la capilla seguntina de mayor esplendor desde el siglo XVI

Ocupa el extremo meridional del transepto y se abre a él por una magnífica portada, de comienzos del siglo XVI, de composición y decoración netamente renacentistas, con primorosas labores platerescas, obra de Francisco de Baeza, que mandó labrar el obispo de Canarias Fernando de Arce, hermano del Doncel, quien a la par que honró a los suyos dio palpable muestra de su buen gusto y enriqueció a la catedral con obras de muy subido valor artístico.

La reja que la cierra es de Juan Francés, una de sus mejores obras, construida en 1526-1532, en la que se encuentran esos pesados remates que ha de repetir en la capilla de San Pedro Apóstol. Habiendo trabajado en estas dos capillas Francisco de Baeza se deberían a su inspiración, porque en ninguna de las dos obras anteriores de Juan Francés se encuentran, y sabido es lo fácilmente que se plegaba el rejero a las indicaciones de los artistas que dirigían las obras. La portada se remata en un frontón de bella composición con la Adoración de los tres Reyes Magos.

El interior es obra de los siglos XIV-XV. En ella se encierran los enterramientos de varios miembros de la familia noble Vázquez de Arce, que a cambio del privilegio que le otorgó el Cabildo en 1491 pactó con él, «adornarla, y dotarla y poner en ella el culto con la mayor decencia».

En las jambas del arco artesonado se abren dos grandes hornacinas, que contienen las urnas de Martín Vázquez de Sosa y Sancha Vázquez (abuelos del Doncel). La efigie del caballero D. Martín viste un hábito sobre la cota de malla y sostiene entre las manos el largo montante. La de su esposa, Sancha Vázquez, yace como dormida. En el centro del panteón se levanta un soberbio mausoleo, que guarda las cenizas de Fernando de Arce y Catalina de Sosa, padres del Doncel, con las efigies yacentes.

En la pared, destacando entre ellos, el famosísimo mausoleo del Doncel (siglo XV), que tiene cinceladas labores en sus pilastras, en sus arcos y pinturas de la Pasión de Cristo, de estilo seco y expresivo que se han atribuido a Antonio de Contreras. No es posible entrar en la catedral sin visitar esta joya de la escultura universal, mundialmente conocida, siendo la obra que más atrae de este templo catedralicio. El más ostentoso enterramiento existente en la catedral es esta maravillosa estatua del joven e ilustre comendador D. Martín Vázquez de Arce, muerto gloriosamente en la guerra de Granada cuando sólo contaba veinticinco años de edad, reclinado sobre su sepulcro en la capilla de San Juan y Santa Catalina. Por encima del cuerpo del guerrero se lee en la pared un epitafio cincelado en caracteres góticos cuya inscripción funeraria reza así:

«Aquí yace Martín Vázquez de Arce, caballero de la orden de Santiago, que mataron los moros, socorriendo al muy ilustre señor duque del lnfantado, su señor, a cierta gente de Jaén, a la Acequia Gorda, en la vega de Granada. Cobró en la hora su cuerpo Fernando de Arce, su padre, y sepultólo en esta Capilla año 1486. Este año tomaron la ciudad de Loja, las villas de llora, Moclín y Montefrío por cercos en que padre e hijo se hallaron».

Murió don Martín en el mes de octubre de 1486. Pudo don Fernando de Arce recoger el último suspiro de su hijo, y cuenta el anónimo narrador que el moribundo, llorando al comprender su cercano fin y al recordar los deseos de su madre, dijo al caballero, su padre: «Rogad a mi hermano don Fernando que se mire en mi ejemplo y trate de complacer a nuestra madre dándose al estudio, ya que no lo hice yo. Y porque el haberme alejado de los libros me trajo tan prematuramente a rendir tributo a la muerte, quiero yacer en efigie sobre mi sepultura, teniendo a perpetuidad un libro entre las manos, para que se consideren desagraviados aquellos a quienes agravié contrariando en vida su gusto y consejos…».

Cumplieron el hermano y el padre la última voluntad haciendo erigir este monumento.

Las elegantes labores del gótico flamígero que se observan en este enterramiento lo hacen muy apreciable entre los monumentos funerarios de su género; pero su mayor importancia estriba en la bellísima estatua alabastrina del caballero que, armado de espada y puñal, vistiendo la cota de guerrero y adornado el pecho con la roja cruz de la milicia Santiaguista, aparece recostado sobre su lecho de muerte, con grave y tranquila actitud, abismado en la lectura y meditación acerca de alguna oración del libro de horas que tiene abierto entre sus manos, fascinando con esta pose de guerrero reviviente, que deja la espada para obtener más eternas victorias.

El alabastro blanco y bruñido transparenta las venas que azulean ligeramente, dando la sensación de que, pasada la lectura, el caballero dejará su lecho para proseguir la historia de sus gestas heroicas.

Su estatua es muy original por su postura y realismo. «La colocación de la figura del caballero, semitendida en la losa sepulcral, con las piernas cruzadas, el busto erguido y el brazo derecho apoyado sobre un haz de laurel, es tan original, tan única, que bastaría para interesar la curiosidad del visitante. Pero, además, la dulce melancolía que mana de la estatua, la serenidad de su semblante, la cansada luz de la capilla y el silencio absoluto de todo el recinto invitan a la meditación y al reposo.»

El Doncel en su sepultura, más que monumento funerario parece un canto a las armas y a las letras. Las letras simbolizadas por el libro que el Doncel, indolentemente recostado sobre el lado derecho, con gesto sereno, lee. Las armas, en la fina cota de malla que ciñe su torso, en la acerada armadura que ampara brazos y piernas, y en el agudo puñal que pende del cinto. A los pies un leoncillo simboliza la inmortalidad.

Se ignora por completo quien fuera el autor de tal maravilla escultórica. «No es posible afirmar -ha escrito don Narciso Sentenach- si se debe al cincel español o al italiano; de ser española, nunca se labró más esmeradamente el alabastro entre nosotros; pero sea de quien fuere, no cabe mayor inspiración, ni creo que tenga semejante en el mundo. Para mí es obra tan sobresaliente, está tan bien colocada en aquella capilla, con luz tan apropiada y con tonalidad tan fina, adquirida por el tiempo, formando todo ello una nota artística tan de primer orden, que bien merece el viaje, como cualquiera de las más afamadas obras que puedan celebrarse».

Desgraciadamente y a pesar de las diligencias hechas es desconocido el nombre del escultor de tan simpática figura.

No está el Doncel moribundo, sino pleno de vida. No hay fatiga en su continente, sino naturalidad y sosiego. Sin duda en ello radica -aparte de la depurada técnica del cincelado el acierto supremo del anónimo escultor de esta joya que por sí sola da fama a la catedral y a Sigüenza, conocida como la «ciudad del Doncel». El Doncel parece vivo, como si sobre él y en él aleteara, en vuelo impalpable, el espíritu de la España eterna, paradigma y lección de psicología

nacional.

Los pajecillos del frente del famoso sepulcro del Doncel llevan sayos cortos que guardan semejanza con los sayos largos que tienen todavía dos elementos característicos de la moda borgoñona, los dos que más tiempo se conservaron: silueta (torso ligeramente abombado, cintura hundida por detrás y más baja por delante) y el grupo de pliegues regulares delante y detrás.

En la misma capilla, no muy lejos del Doncel, duerme su sueño de piedra su hermano, obispo de Canarias (1522), solemne en sus ornamentos pontificales, profusamente decorados.

En la sacristía contigua se conservan los relieves de sus puertas.