(Homenaje póstumo a todos aquellos “tenderos” de mi infancia seguntina)
En realidad mi tienda no tiene entidad propia, sí mis recuerdos de los años infantiles, cuando recién iniciada mi aventura seguntina, miraba, con ojos extasiados, aquellas tiendas donde había de todo y olía la turbia mezcolanza de aromas que salían desde no sé dónde y se expandían por todas las esquinas.
Con esta mi tienda de ultramarinos, no tan inventada como puede parecer, quiero arrancar del olvido a aquellas tiendas especiales y a sus tenderos que, efectivamente, eran dueños, señores y tenían Don.
Estaba ahí, en la esquina, en la confluencia de varias calles, al terminar la cuesta. Se llamaba… ¡Ay! El tiempo me ha hecho olvidar su nombre. Sí, recuerdo que, desde ella, se veían las torres cañoneadas de la catedral de Sigüenza en ruinas, y se oían las campanas de algunas iglesias próximas.
Se llamaba… ¡Qué esquivos los recuerdos! Con seguridad tenía un rótulo sugerente, evocador, afectivo. Y con su puntillo misterioso para incitar a la visita. Rótulo artesanal, hecho por los amigos pintores-decoradores Palacios y Mendieta que tenían su estudio taller unas calles más abajo, por donde se daba la vuelta para llegar al campo abierto y luminoso, desde donde se veían los manchones del pinar y el cerro redondo y macizo –el Otero– plantado en mitad del paisaje seguntino. El tendero, hijo del fundador, era Don Dionisio, o Don Eulogio, o tal vez Don Joaquín…
¡Hasta los nombres se me borran de la memoria!
Siempre con el Don delante. El título de señorío se lo había dado la gente sencilla, obreros, ferroviarios, y amas de casa, que se surtían de la vieja tienda de ultramarinos. Y el tendero, Don Dionisio, o Don Eulogio, o Don Joaquín, recibía este elogio popular con cariño y sin petulancia. Y creyéndoselo; lo que no era óbice para que fuera comprensivo, humano y humilde. “La humildad es andar en verdad”, dijo Teresa de Ahumada o de Jesús.
En la filosofía comercial del viejo tendero de la vieja tienda de Don Dionisio, o Don Eulogio, o Don Joaquín, que -de cualquier forma se pudo llamar, sin por supuesto, quitar ese Don que lo doblaba en porte, elegancia, señorío y distinción- entraban todos los componentes sensoriales, desde lo táctil hasta el olor. Porque había también un aroma especial. ¡Quién lo podría definir! Entre picante y dulzón, entre exótico y dulzón, entre exótico y familiar, entre sedante y violento. Una mezcolanza rara de elementos contrarios que produce, que producía, halago y bienestar.
Tengo que echar mano de cosas concretas para avivar mis recuerdos de la vieja tienda de la esquina. Los días de sol, con el toldo verde sobre la puerta, los olores expandiéndose por toda la calle cuando soplaba el viento, el guardapolvo deslucido de Don… ¿Cómo se llamaba?, el ajetreo y las risas de la gente cuando sopesaban y pedían el precio de los artículos. En el caleidoscopio de mi memoria las cosas giran turbias y desvaídas.
¡Ay! La vieja y querida tienda de ultramarinos. Sólo ya un recuerdo borroso, el dolor de unas imágenes y unas sensaciones en los umbrales del olvido.
Porque un día entró la ciega piqueta y todo aquel mundo cálido y enervante, noble y popular, se vino abajo. Ahora unas oficinas frías y asépticas, no sé si una entidad bancaria o el misterioso imperio de los ordenadores. ¡Ya nadie recuerda aquel rótulo artesanal, ni a Don Dionisio, o Don Eulogio, o quizás Don Joaquín…!
¿Cómo se llamaba el tendero de la vieja tienda de ultramarinos de la esquina?
¡O tempora, o mores! ¡Oh tiempos, oh costumbres!
Felipe Peces Rata
Canónigo-Archivero de la Catedral de Sigüenza